viernes, 31 de agosto de 2007

“Yo también crucé el estrecho”

             Reminiscencia de mi memoria, como nacida en el antiguo Reino de Granada, algo de civilización árabe, de cruce de caminos  o de sangre, debo llevar en mis venas cuando tanto me atrae esta ancestral cultura.  Debo reconocer que como alma integradora y admiradora de los acordes y letra de "Contamíname", del cantautor canario Pedro Guerra, me he contaminado y lo sigo haciendo cada día, con lo bueno que cada pueblo me transmite, tomando prestado aquello que me hace sentir bien y crecer como persona.

          Aunque abrí los ojos a la vida en el pueblo más septentrional de la provincia de Granada,  señorial hasta en su mismo nombre: Puebla de Don Fadrique, impuesto por el  II Duque de Alba, de los Álvarez de Toledo, capitán general de las cruzadas de la cristiandad en épocas medievales, no entiendo de guerras santas superada ya la primera década del siglo XXI.

          Ha llovido mucho desde que el general Táriq pisara el actual Gibraltar, que desde entonces lleva su nombre.Ẏabal Tāriq (جبل طارق), o "montaña de Táriq", quien dirigió el desembarco en este lugar de las fuerzas del Califato en el año 711. A partir de ese momento, las luchas entre cristianos y musulmanes fueron el pan nuestro de cada día hasta el 2 de enero de 1492, fecha de la toma de Granada por los católicos reyes, Isabel y Fernando, estandartes de la cristiandad. Aparte de los continuos enfrentamientos, no podemos obviar los tiempos de convivencia, de paces pactadas, mudéjares, moriscos: ocho siglos de mezcla de culturas no es poco. La cultura islámica estuvo presente en nuestro país durante su época de mayor esplendor y nos guste o no, la historia es inalterable y está escrita para perdurar en el tiempo, para el conocimiento de generaciones venideras. No así el presente o el futuro. Uno se forja con las vivencias diarias, otro está escrito en las delgadas líneas del destino. Dicho esto, no podemos negar nuestra conexión con la cultura árabe, lo tenemos presente cada día: en nuestro idioma, nuestras tradiciones y costumbres, nuestro arte y cultura, sobre todo en Andalucía.

         Me gusta pasear por las calles de Granada. Por los aledaños de la Catedral, antigua mezquita mayor, el aire se impregna de aromas de plantas y me traslada al mercado de las especias de Estambul: los olores tienen esa cualidad, te hacen viajar al pasado. La Alcaicería, al-Kaysar-ia o “lugar del César” nombrada en honor al Emperador Justiniano, que permitió a los árabes fabricar y vender seda, nos transporta al Gran Bazar de antaño, que se extendía desde la Plaza Nueva hasta la plaza Bibrambla, centro de la medina. Sus calles me hablan de mercaderes, de sedas de Damasco, de incrustaciones minúsculas o taracea, de orfebres, de atuendos de danza del vientre, de farolas que te hacen ver la vida según del color del cristal con que se mire… La Madraza, en la calle Oficios, me habla de cultura, de intelecto, de ciencia, de etimología de palabras… El cercano Corral del Carbón es la única alhóndiga que se conserva en España desde la época nazarí. Toda Granada rezuma un cóctel de costumbres varias:  por algo huelo a alhelí en muchos de los zaguanes del barrio del Realejo de Granada, no es casual que el alfajor, el ajonjolí, el azafrán, formen parte de los olores de este reino de  confluencia de civilizaciones.

         La Alhambra me narra cuentos de las mil y una noches. Sus paredes me hablan de épocas de gloria, de sultanes, de reyes, de profetas,  de paseos interminables por los jardines del Generalife. Sus fuentes me susurran, cantarinas, palabras de amor escuchadas a través de los tiempos… Aquí, donde ahora suenan campanas, antes almuecines convocaron a la oración, cuando los campanarios eran alminares.

       Miro hacia Sulayr, la montaña que refleja el Sol, la Sierra Nevada. Sus plateadas cumbres dominan la ciudad y la arropan, embelleciéndola aún más si cabe. Su más alto pico, cenit de la península ibérica, me recuerda que allí yace, según la leyenda, el penúltimo rey nazarí de Granada: Muley Hacén, padre del rey desventurado. Cuentan que cansado de lo terrenal y de las banalidades de los hombres, dispuso que a su muerte lo enterrasen allá donde la montaña casi acaricia el cielo.

      Si dejo Granada para fundirme con las olas que arriban a la Costa Tropical, el Suspiro del Moro me recuerda el triste adiós de Boabdil a la ciudad paradisíaca que le vio nacer. Y por muchos años que viva, cada día podré descubrir un nuevo rincón en esta bella ciudad que tanto me fascina.

      Si rebobino los fotogramas de mi vida, me observo adolescente, en un ferry que me conduce desde Algeciras a pisar tierra africana por primera vez: Ceuta, cenit de la ilusión de un viaje de estudios por tierras de Al-Andalus. Y me visualizo en un puente entre civilizaciones, dominado por Hércules, nexo entre pueblos, religiones, culturas, países y continentes. Y si las aguas del Mediterráneo no rehúsan mezclarse con las del Atlántico: ¿por qué los hombres habríamos de ser reticentes al confluir de tradiciones y costumbres?
   
      En mi segundo paso del estrecho diviso delfines acompañando nuestro viaje. Alegran nuestra mirada con divertidas piruetas en el aire, nos hacen esbozar una espléndida sonrisa… ¡cuan entrañables son los animales, de los que nos queda tanto por aprender! En el instante preciso que observo embobada la blanca estela que deja nuestro paso,  me vienen tristes pensamientos de las vidas de los hermanos que han dejado su aliento en estas aguas, almas que ahogaron sus sueños en la búsqueda de un mejor destino. Pusimos vallas al monte y fronteras al mar; los delfines, afortunadamente, no necesitan pasaporte. Y miro a un lado, luego al otro, y no entiendo de gentes de primera o de tercera, sólo veo montañas, mares y seres humanos, perfectos en lo corporal, pero  tan imperfectos en moralidad, que no deja de asombrarme la inexistente puesta en práctica de los valores impuestos a sangre y espada por las religiones.  Y en nuestro navegar, sigo sin percibir una línea divisoria entre lo desarrollado o subdesarrollado, entre Europa y África. Sólo veo un paisaje precioso, un cerúleo cielo  y un sol que nace, brilla y calienta diariamente para todos.

      Es el último día de agosto. Al llegar a la frontera encontramos varias filas de coches que vuelven a la vieja Europa, trabajadores de papeles reglados que vuelven en vacaciones al reencuentro con sus orígenes, a pasar unos días con los suyos, tal como hacemos todos en estos  días estivales. Otros se cruzan en  sentido contrario: es el vaivén migratorio de miles y miles de personas que anualmente pasa el Estrecho de Gibraltar. Traen sus bacas atestadas de enseres para sus familiares: muebles, ropas, alimentos… ellos no compran caros perfumes que se evaporan en el ambiente. La belleza de la humildad habita en sus brillantes ojos, en sus blancas sonrisas. El consumismo no les ha envenenado aún el alma.

     Nuestro barco atraca en el puerto de Ceuta, ciudad autónoma. Nos disponemos a cruzar la frontera mientras observo cómo decenas de porteadores, con sus bultos ocultos en oscuros fardos, cruzan desde la ciudad hasta el país vecino: Marruecos. Y esquivan la línea divisoria surcando los cerros contiguos. Hay bastantes mujeres, algunas de cierta edad. Portan para ganarse el pan de cada día, mientras nosotros les observamos a través del cristal opaco del desconocimiento, salvando distancias. Nos dirigimos a Tetuán. Circulamos en autobús junto a la costa. Me parece raro ver a los hombres bañándose en la playa, con atuendo “europeo”, mientras sus mujeres visten largas y oscuras túnicas que sólo deja entrever la belleza de sus ojos. Respeto sus tradiciones, pero no admito sus hábitos de desigualdad impuesta por ellos y por obligación de Alá, consentida:  no la comparto, para nada. Nadie me podrá privar nunca de sentir los rayos del sol estivales sobre mi piel  desnuda, nadie pondrá jamás barreras a mi libertad.

      La ciudad se sitúa a cuarenta y dos kilómetros de Ceuta. En el camino compruebo cómo la burbuja inmobiliaria de nuestro país ha crecido tanto que ha extendido su pompa hasta estas vecinas tierras. “La paloma blanca” nos recibe engalanada de estancia vacacional del rey de Marruecos, Mohamed VI. Es casi mediodía cuando iniciamos nuestra ruta turística por la medina. El acceso a la misma se realiza por una de sus siete puertas labradas, entre las que destacan Bab Sebta, cerca del romántico cementerio judío y Bab Oqla, que da al Museo de Artes Marroquíes. Su atractivo nos cautiva, deambulando por sus calles estrechas, impregnadas de olores y colores, llegamos a desembocar en plazuelas que rebosan encanto. En cada calle encontramos un gremio de artesanos: bordadores, curtidores, tintoreros, tejedores… La medina además, cuenta con varias mezquitas, sin duda la más bella es la de Sidi Es-Said, cuyo minarete está adornado con azulejos. Sus calles vierten aromas frutales por doquier, mezclados con  olores de pasteles morunos.  En Tetuán el movimiento de los ojos se acentúa en la búsqueda de los colores vivos de los frutos de las fértiles tierras cercanas. En esta ciudad viven muchos de los descendientes musulmanes de los granadinos que marcharon del último Reino Nazarí de la península ibérica,  que aún recuerdan el paraíso añorado, emociones de tiempos pasados transmitidas de generación en generación.

     Si la ciudad en la que vivo, Granada, es la  más árabe de nuestro país, Tetuán es la ciudad más española de Marruecos. Sus habitantes más mayores siguen hablando un castellano medieval, los rótulos de los comercios nos recuerdan que fue la capital del “protectorado” español entre 1913 y 1956.  Así lo observo en la antigua farmacia que visitamos: fórmulas magistrales y  remedios ancestrales para la curación se guardan entre las paredes de este dispensario, custodiadas en antiguos tarros de cerámica. Los olores de las esencias apaciguan el alma, nos ofrecen el elixir de la relajación. Quiero traerme las variopintas vivencias y todo lo que perciben mis sentidos de la manera más natural, guardadas en un pequeño tarro de cristal, después lo abriré en mi “civilizado y desarrollado mundo”, donde la química está desbancando a la curación que nos brinda la sabia naturaleza.

      Para el almuerzo nos reciben en una antigua casa de comidas, donde unos músicos vestidos con originales atuendos marroquíes, amenizan la degustación de platos y dulces típicos. Todos nos sentimos agasajados por el buen recibimiento. Converso con un camarero sobre la receta de los “cordiales” que elabora mi madre en época navideña, sin duda, algún antepasado suyo se la transmitió antes a los míos, los ingredientes son claramente característicos de la repostería árabe: almendra, azúcar, patata, huevo. Al terminar dejamos buena propina sobre el mantel, como es costumbre por estos lares. Junto a nuestra mesa hay un balcón que da a un pequeño jardín, me asomo curiosa para contemplarlo, pero lo encuentro muy descuidado. La arquitectura se asemeja a la que sus antepasados nos dejaron en Granada, pero sin esa grandeza palaciega.  Estamos en el centro de Tetuán. Los artistas, con sus coloridos instrumentos, continúan creando  música llena de melodía y ritmo, cuando terminan de tocar, pido a uno de ellos que preste a mi hijo un laúd árabe para retratarlo. El músico no duda en prestarle también su tarbuch rojo.

       Mi pequeña rubita se acerca a una chica que tatúa con alheña o henna. Quiere adornar su bracito y mano con dibujos que imitan flores y plantas. Ella desconoce que va a ser tatuada con un tinte natural que se utiliza desde la Edad de Bronce, cuando las mujeres, siempre coquetas, lo usaban para teñir su pelo, su piel, sus uñas. También sus ropajes: los cueros de los animales, la seda, la lana. La henna tiene un color rojizo. Se emplea como tinte natural para el pelo y además se usa en una técnica de coloración de la piel llamada mehandi. Se hace con la hoja seca y el pecíolo de Lawsonia alba. Este tinte es de uso común en India, Pakistán, Irán, Yemen, Oriente Medio y África del norte.


       Pagamos a la chica su trabajo, damos propina a los músicos y nos despedimos de todos amablemente para continuar nuestra visita por la ciudad.


        En la plaza de Mulay el Mehdi nos sorprenden los aguadores, con sus túnicas rojas y sus sombreros de borlas de colores, que caen sobre su frente. Llevan colgados los cuencos con los que ofrecen agua a los turistas y también una campanilla, para llamar la atención de su presencia. Oficio que se conserva desde antaño, permanece hoy en día más como atracción turística.

       Nos dirigimos hacia la plaza de Hassan II, donde se encuentra el Palacio del Califa, construido en el siglo XVII por Mulay Ismail y que actualmente es el Palacio Real o Dar el Makhzen. Esta plaza une la ciudad moderna con la medina. A nuestro paso, en los alrededores del Palacio nos encontramos con una vigilancia excelsa: el rey Mohamed VI se encuentra dentro de las dependencias. El contraste de la riqueza y pulcritud del entorno con el resto de la ciudad se hace más que evidente.

     Y ya entrada la tarde, con el sol descendiendo, decimos hasta siempre a Tetuán. Allá dejamos volando “la blanca paloma” del reencuentro con parte de nuestras costumbres, del acercamiento con las gentes que aún hablan nuestra castellana lengua, detenida en el tiempo de un adiós, aquella transmitida de generación en generación, por los judíos sefardíes expulsados en el siglo XV. Nuestros vecinos de Marruecos acogieron también a los andalusíes descendientes de aquellos que, con su  inteligencia, ciencia, arte y buen hacer, hicieron posible que nuestros ojos un día descubrieran y admiraran las maravillas y los secretos que esconde la Alhambra.