lunes, 28 de octubre de 2013

"Fantasías animadas de ayer y hoy con dos rombos"


            Una imagen te puede teletransportar. Sólo con mirar ésta, vuelvo a aquellos maravillosos años de comienzos de los ochenta. Aquellos días de crudos inviernos, de sabañones, de jerséis de rombos y listas, de camisas de largos picos... Cuando comencé a coquetear y a revolver el baúl de la cámara de mi abuela y a  colocarme ropas de todos, de mi madre, de mi padre… ¡hasta un chaleco de mi abuelo! Aquellas tardes eternas de estío en las que solía hacer travesuras con mis dos hermanos varones y con mis primos, por el secano, corriendo por las calles del pueblo... Los dos campos en la plaza, la línea blanca, los primeros amigos... ¿Dónde quedaron aquellos felices y maravillosos años? Días en los que ni la prisa, ni el estrés, ni las responsabilidades mayores habían llegado aún a nuestra vida. Tiempos en que no dolía más que las heridas que nos hacíamos en las rodillas.

            Y al mirar la imagen de nuevo, veo a Mari Inés, aquella señora bajita que cuidaba la iglesia como si fuera su propia casa y que el Señor tenga en su gloria, diciéndome:

-        ¡Niña, deja de pintar y ayúdame a limpiar los bancos, que los planos de la iglesia ya están hechos desde hace años!

            Yo la miré, esbozando una sonrisa tras su ocurrencia, y repliqué:

           -        Estoy dibujando el retablo mayor para un concurso de pintura. Nos lo han dicho en la escuela.

             En realidad, el concurso lo organizaba la Caja General de Ahorros y Monte de Piedad de Granada (ahí, con todas las letras) y el premio consistía en una cuenta que abrirían a nombre de cada premiado con un montante de ¡quinientas pesetas! Y para el ganador de ganadores: ¡mil!

            Yo, seguía mirando detenidamente cada recodo del retablo para después plasmar la imagen retenida,  minuciosamente, con el suave movimiento de mi mano y a través de aquel lápiz, a un esbozo sobre una lámina de un blog de dibujo. Fue entonces y solamente entonces, cuando tomé conciencia de la belleza y la dimensión del arte de aquel templo, en concreto de aquella  visión que tantas veces había contemplado mientras acompañaba a mi madre o a mi abuela a misa, o en el transcurso de las catequesis o de la solemne celebración de aquella conjunta  primera comunión. Allí sentada divagaba, mientras Mari Inés limpiaba sobre limpio. Siempre me ha transmitido paz el silencio que acaparan las bóvedas de un santuario.

            Luego, ya en casa, sentada al calor de la estufa de leña y con mis hermanos haciendo los deberes, mi hermana de dos años correteando y la más pequeña, casi recién nacida, en los brazos de mi madre, le dí color, esmero y perfección. Al estuco, al dorado, a los santos... El que siempre me pareció el semblante más bello e inocente - más tarde desbancado por San Juan -, por su policromado color pastel, el Dulce Nombre de Jesús, centrado y presidiendo mi reproducción del altar mayor. Curiosamente, de niños solemos dar rienda suelta a la imaginación -yo, afortunadamente, aún conservo un ápice de aquellos vuelos- y siempre vi la cabeza de un lobo en vez de la figura del arcángel San Gabriel, igual que imaginaba figuras monstruosas en el dibujo de las losetas del baño de casa o sombras chinescas espeluznantes que emergían de la llama de una vela. Cuando tenía fiebre, lo normal en mí era marearme con la espiral en movimiento que aparecía al comienzo de los dibujos animados, no recuerdo si eran del Pájaro Loco. Era peor que montarse en las voladoras de la feria de mi pueblo. Uno de mis hermanos veía un campo inmenso de pinchos, mucho peor y más puntiagudo, sin duda...

            Yo me propuse obtener el primer premio de aquel concurso de pintura y, como siempre he sido muy terca, lo conseguí. No recuerdo qué dibujaron mis hermanos, sólo sé que los tres mayores fuimos premiados. Y en el colegio decidieron llevarnos una tarde de otoño al cine San Miguel, para obsequiarnos con la proyección de dos películas y realizar la entrega de premios. En aquellos tiempos no había ninguna ley de protección al menor, supongo, o al menos a mi pueblo no había llegado por encontrarse, según los de la capital, donde “Cristo perdió el gorro”. Tampoco se comprobaba la calificación de los filmes, imagino, porque todos nos quedamos estupefactos al contemplar escenas más que violentas en una de las películas elegidas. Y es que, para contentar tanto a los de cinco, como a los de catorce, escogieron de primero, una de “Fantasías animadas de ayer y hoy” y  de segundo, el plato fuerte del menú: ¡sirviendo una de guerra! Nada menos que: ¡La cruz de hierro! Más de uno de los mayores,  nos habíamos quedado a dormir en casa de los abuelos para ver alguna de dos rombos, así, de extranjis; pero en el cine nos la ponían sin más calentamiento de cabeza que el del movimiento del operador de cabina al cambiar los rollos del proyector. ¡Vaya sorpresa!

            No he vuelto a ver aquella película, “Cross of iron”, ni siquera en versión original. La verdad es que a mi temprana edad de doce años, aprecié la maestría de aquel film ambientado en la 2ª Guerra Mundial y me gustaría volver a verla con la perspectiva,  in media res, que ofrece el transcurso de los años. Pero mi madurez obligada, al ser la mayor de cinco hermanos, me hizo ser consciente de que estaba muy lejos de ser la proyección apropiada para un grupo de menores de edad: armas, violencia, muerte... Aún conservo en la retina aquella escena en la que uno de los soldados obligaba a una chica a arrodillarse para hacerle una felación. Y después… ¡madre mía!, todos abrimos los ojos como platos al contemplarle sentado sobre sus gemelos, dando alaridos, mientras se sujetaba su entrepierna ensangrentada... ¡Te lo has ganado, asqueroso malnacido! - pensé mientras miraba de reojo la cara que ponía mi hermano pequeño- a la vez que intentaba, disimuladamente, taparle los ojos.

            ¡Qué bonita tarde de cine! ¡Qué película más educativa nos ofrecieron! Estoy segura de que, al igual que yo, todos la recordarán, los pequeños espero sinceramente que menos. Y yo, que había sido una niña buena perfilando santos con mis lápices de colores Alpino... Cuando somos niños estamos a merced de las selecciones que los adultos hacen para nosotros, y en ciertas ocasiones, sus errores nos obligan a madurar de repente. Todo por no elegir un término medio y cambiar, escenarios de inocencia y  candidez, y sonrisas animadas, por un premio final de violencia y guerra, ofrecida en gran pantalla y a la carta. Tal vez fue el sentido común y la lucidez adulta, la que programó abrirnos los ojos tempranamente, para que la verdad de la sociedad que nos esperaba, la que hemos apreciado al cambiar nuestros juegos y sueños por el desempeño de la realidad, no nos pillara por sorpresa. Y de postre, una imagen para la posteridad.

            ¡Ay, quién pudiese volver a ver pasar  la vida con aquella bendita inocencia! No dejemos escapar por el resquicio de la madurez la perspectiva que nos ofrecía la niñez no adulterada. Nunca, nunca agotemos del todo nuestros sueños…