San José era en mi niñez el día del padre, el cumpleaños de mi abuelo, su santo y una ermita encalada en las afueras de mi
pueblo. Era también la onomástica de mis tíos y de mi hermano, que lleva los nombres de los dos abuelos, José Fidel. Era un día de perfume a miel, manto de flor de almendro y luz reverberando en
cada pétalo. Era un día de celebración en la casa de mis abuelos, con la comida
que con tanto cariño preparaba mi dicharachera y querida abuela, los balcones con vistas
a cada evento de la iglesia y a la cuesta por la que solían bajar balones en
las tardes de verano y tormenta. Era un encuentro con las historias de la
guerra civil que contaba mi abuelo, que había sido carabinero en el frente,
pero que, siendo precavido, no contó más que anécdotas, como un accidente de un soldado al que se le
había disparado el fusil al disponerse a descansar como todos, y cuya bala fue
a atravesar el pie de otro que estaba tumbado a sus pies. O tal vez sea
que yo ahora no lo recuerdo.
Mi abuelo José
María siempre fue, de alguna manera, mi luz guía. Nació un 19 de marzo de 1909.
Tenía ya un hermano llamado José, pero al nacer en un día tan señalado, no les
pareció adecuado a sus padres dejar de bautizarle con el santo del día, tal y como era costumbre por entonces. Era una anécdota graciosa: un Pepé y un José. Tenía
además, por orden de nacimiento, otros hermanos que eran Eusebio, Paca, Florencia y Carmen. Después, su tocayo y por último él. Era alto, delgado, poseía una mirada noble, de grandes ojos almendrados y de niño le imagino
inquieto, tanto física como intelectualmente. Trabajó ayudando en la carnicería
de su padre y cuidando también los rebaños. El servicio militar lo hizo en
Santander.
Cuando estalló la Guerra Civil se fue voluntario al frente. Siempre pensé que una de dos, o era demasiado valiente defendiendo sus convicciones o quería volver a salir del pueblo para ver mundo y vivir experiencias nuevas que contar a los nietos. Tal vez fueron ambas cosas: el riesgo que corrió fue demasiado. Estuvo tres años en Madrid, los que duró la guerra incivil. Allí coincidió con mi abuelo paterno, Fidel. ¡Sabe Dios qué vivencias compartieron! Se hicieron amigos y más tarde, el amor de sus hijos les hizo consuegros. Si ambos no hubiesen vuelto sanos y salvos, yo no estaría aquí.
Mi abuela Dora contaba que una tarde estando ella jugando con las amigas, vio pasar un apuesto soldado y todas las niñas se quedaron embobadas mirándole, porque la verdad es que era bastante apuesto. Ella soñó aquel día y despierta, casarse con él y se cumplió, tal y como decía el refrán que ella misma, con sorna, se adjudicaba: “¡Fea! Un buen mozo me desea”. Mi abuela era tan bonica…
Cuando estalló la Guerra Civil se fue voluntario al frente. Siempre pensé que una de dos, o era demasiado valiente defendiendo sus convicciones o quería volver a salir del pueblo para ver mundo y vivir experiencias nuevas que contar a los nietos. Tal vez fueron ambas cosas: el riesgo que corrió fue demasiado. Estuvo tres años en Madrid, los que duró la guerra incivil. Allí coincidió con mi abuelo paterno, Fidel. ¡Sabe Dios qué vivencias compartieron! Se hicieron amigos y más tarde, el amor de sus hijos les hizo consuegros. Si ambos no hubiesen vuelto sanos y salvos, yo no estaría aquí.
Mi abuela Dora contaba que una tarde estando ella jugando con las amigas, vio pasar un apuesto soldado y todas las niñas se quedaron embobadas mirándole, porque la verdad es que era bastante apuesto. Ella soñó aquel día y despierta, casarse con él y se cumplió, tal y como decía el refrán que ella misma, con sorna, se adjudicaba: “¡Fea! Un buen mozo me desea”. Mi abuela era tan bonica…
De
mi abuelo siempre me sorprendió su manera de comportarse y su forma de expresarse. No era
normal, para alguien que no tuvo la ocasión de viajar demasiado, realizar el bachiller o acceder a estudios
universitarios. Su conducta era muy refinada y su vocabulario exquisito y
amplio. Un día le pregunté por qué sabía tanto y me contestó: “He leído mucho”. De joven, leía debajo de un árbol mientras el rebaño pastaba.
No era un pastor a la vieja usanza. Aprendí entonces que también hay pastores cultos. Leía todo lo que caía en sus manos durante
la larga mili. Leía el diario El Pueblo, libros que le pasaban durante la interminable contienda, cartas dirigidas a los soldados que no sabían leer... Leía, a su vuelta, después de una larga jornada de trabajo como guarda, algún
libro que había pedido prestado de la librería de los señoritos para los que
trabajaba.
Hoy
recuerdo las charlas sobre lecturas, política (era un tema que le
apasionaba) y sobre sus vivencias en Madrid. Con el tiempo yo también residí en
esta ciudad y siempre quise volver a recorrer aquellas calles señoriales, la
ciudad de los Austrias, el Palacio Real...,
de su brazo. Lugares, que aún siendo octogenario, recordaba perfectamente,
nombre y ubicación, como si hubiese grabado en su memoria el callejero de la
capital por la que luchó y cuya libertad, perdió.
Tocó volver y dando gracias, a
su pueblo natal, casarse por la iglesia con mi abuela, Adoración Morenilla Galera. Formar una familia de cuatro hijos, tres chicas y un chico, de los cuales mi madre fue la primogénita y
ser un hombre tranquilo y coherente, como siempre había sido. Mi abuelo era muy trabajador y por eso, respetado por todos y muy querido. Laborar y compartir la vivienda, en la casa de los
González-Olivares, en el cortijo de Reolid... Subir en bicicleta por una caja de
Nivea para la señorita. Seguir siendo educado, cabal y ahora servicial. Soñar
que algún día todo aquello pudiese cambiar. Siempre se adaptó a las circunstancias que le habían tocado en la suerte del destino. Pintó de optimismo los oscuros años de la dictadura franquista. Vivir la muerte del Caudillo, la
democracia, votar al partido obrero. Conducir su moto, jubilarse, jugar al
dominó, tener nietos, jugar a las cartas
con ellos, celebrar que una de ellas un día llegó a la Universidad a la que él nunca
pudo asistir. Después pisaron las aulas algunos más. Dar la bienvenida a quince nietos, de los cuales yo soy la segunda. Decir orgulloso que algunos de ellos eran ingenieros, otros trabajadores, pero todos buenas personas con su ejemplo. Como decía Gloria Fuertes con gran acierto: "Lo primero la bondad, lo segundo el talento. Y aquí, se acaba el cuento". Sonreír a la
vida con la calma del guerrero. Hacernos reír con su humor irónico. Envejecer junto a su esposa, en una casa en la que no se escuchaba una voz más alta que otra. Repartir su legado. Conocer a su biznieto cuando su energía se estaba apagando.
Ahora recuerdo
con nostalgia cada momento compartido. Siento no haber escrito al detalle cada
retazo de su historia. Siempre hay
tiempo de hilvanar los recuerdos indagando en la memoria. Su siglo fue el pasado. Su ejemplo es mi sustento. Ahora hay una gran crisis de valores. Ahora el desencanto nos ha cambiado. Pensándolo bien, no sé en estos tiempos a quien habría votado...
Recorrí de su
brazo las calles de Granada, las calles de su pueblo, que era el mío también.
Pero nunca paseamos por el callejero de las vivencias que más le marcaron. Me
dejó una huella imborrable. Por él y por mi padre soy lectora empedernida. Además, soy crítica y pretendo ser libre, y ésto es algo que heredé de él. Se
despidió de todos nosotros con ochenta y siete años. Yo hacía un año que había
sido madre. Nunca le he dejado ir. Se me
apareció su paz en sueños. Y aunque visitó otras ciudades, quiso despedirse en su ansia de libertad, de
Madrid, al cielo.