viernes, 30 de noviembre de 2012

"Un rayo de Sol, una clave de Fa"


   Recordé en Santa Cecilia como fue mi encuentro con ella, según mis padres me contaron: comenzando a mover con gracia las manos al son de la  música de los telediarios (no la bailaba, no). Regresé al pasado por los senderos mágicos de la imaginación y escuché las nanas interpretadas por la dulce y juvenil voz de mi  madre. Intenté retrotraerme a un ayer aún más lejano para iniciar este relato y me sentí acunada por un denso líquido de vida, mientras en el exterior sonaban canciones de finales de los sesenta amenizando un guateque. La audición intrauterina de aquellas melodías sonoras quedó grabada permanentemente en el disco duro de mi memoria y a veces la aguja las selecciona al azar para que suenen en el presente, como hacían las fantásticas gramolas instaladas en  mi niñez que una moneda, acuñada en pesetas, accionaba en  bares frecuentados junto a mis primeras amistades.

   Descubrí un rayo de sol, lo entoné y seguí en esa línea: creo que desde entonces no he dejado de perseguirle diariamente porque su luz me energiza. También recuerdo el intento por parte de mi padre de enseñarme a solfear, marcando el compás de las notas y de mis primeros pasos por la vida. Y en la lejanía diviso un clarinete olvidado en un bureau, un órgano electrónico esperando en el descansillo despertar con una caricia, una bandurria que iba de mano en mano y que encontró amistades en una rondalla infantil. Yo formaba parte de un quinteto con buen oído, sobre todo del hermano que me seguía: ¡cómo admiraba su capacidad de reproducir al instante la melodía sugerida! Quizás con dedicación, otro gallo habría cantado... Ahora recuerdo una azotea soleada, flanqueada por tejados, chimeneas y paisajes dibujados en la sierra en cuyo regazo se asienta mi pueblo, la misma que le priva, con su recortado perfil, de más horas de luz. Allí me solía apostar con un tocho de apuntes (en tiempo estival con un libro) y un radiocasette de doble pletina que grababa canciones radiadas por emisoras locales que en mi elevado retiro sintonizaba con más nitidez. Mis preocupaciones en esos años no eran otras que los estudios de bachiller, el afianzar antiguas y encontrar nuevas amistades, descubrir emociones y sensaciones, compaginar lecturas y películas con el seguimiento de las modas y el esquivar o mantener cruces de miradas de incipientes amores. También ocupaban mis horas la colaboración en casa, la complicidad de los juegos reunidos de hermanos, la ayuda en la crianza de mis muñecas de verdad, con las que reía a diario. En definitiva vivir y dejarme llevar por el cauce del río, que discurría entonces pausado y unido al descubrimiento de nuevas canciones, de bailes en Alaska, donde encontraba cabinas de discoteca en las que me colaba con invitación cómplice del pinchadiscos, para admirar brillantes portadas de vinilos y cócteles efímeros de canciones. No era entonces más que una muñeca de cristal esperando un muñeco de ficción.

   Desperté de aquellos maravillosos años, cuando una España con camisa blanca se desperezaba de un largo letargo,  al alba sangrienta, que dejaba tras de sí miles de buitres alados y  casi cuarenta años al carasol más sombrío. Fui una alumna clown tras el muro de las representaciones de Pink Floyd;  también di mi toque personal en aquel collage del rock que adornaba la pared del fondo de mi clase de segundo. Más tarde me convertí en la chica de ayer en aquellas noches ilegales universitarias, en las que agotados de esperar el fin, saltábamos las vallas y las horas para ver la estatua del jardín botánico: peor para el sol... Noches de rabia y juventud, que quedaron aparcadas en un blues que a veces era el de la soledad. Recuerdo aquellas escuelas de calor en terrazas de verano, donde las miradas se cruzaban con los haces de luna y donde bronceadas pieles destacaban sobre blancos realzados por luces ultravioleta que iluminaban también inocentes y pícaras sonrisas.

   Y un día él me dijo que veía mi casa desde su balcón, chimeneas y mi ropa al sol, y que nada sabía tan dulce como mi boca... Ese día comencé a señalar mi territorio y a dejar dentro a los amigos que me recuerdan que no estoy sola. Ahí comenzó la historia de un amor, que al tiempo dio sus frutos, porque ahora recuerdo como si fuera ayer, cuando las canciones de Enya primero y las notas del saxofón de Kenny G, dos años después, se fusionaban con la percusión de mis latidos hasta llegar a los tiernos oídos de quienes entonces dormían acunados en mi vientre... ¡Qué derroche de amor! No sabría hallar una etapa de mi vida que no vaya unida a algún estilo de Música: sesentera, nanas, boleros, pop, tecno, rock, de nuevo nanas, infantil, instrumental, clásica, folk, country, latina, blues, swing..., ni podría decir a ciencia cierta en qué momento me encandilé con ella (creo que en todo momento ha marcado el ritmo de mis días). Lo cierto es que una mañana me sorprendí persiguiendo sus acordes porque encarnaban la alegría y la improvisación, todo por huir de la rutina y de las obligaciones impuestas por la vida al madurar. Quise acaparar su directo, inspirar sus movimientos, bailar su ritmos, llenar de palabras sus silencios, recostarme entre los renglones equidistantes de sus pentagramas... Ilusa de mí: la Música es un espíritu libre, se deja querer y admirar por todos y todas. No pertenece a nada ni a nadie, habita en las nubes y se despierta con las luces de cada amanecer. Es entonces cuando suena en las gotas de rocío que se deslizan por los pétalos de las rosas, en el repiqueteo alegre de las campanillas, en el trino de los ruiseñores, en los acordes que marca el viento al enredarse en las ramas, haciendo bailar hasta a las mustias hojas caducas. La Música muy pocas veces se enfada con el mundo, pero cuando lo hace se esconde tras las más tenebrosas nubes y reaparece con la voz grave del trueno, y tras la tormenta, surge calmada, en las notas que marcan los regueros de lluvia que caen sobre xilófonos de acero alineados sobre el asfalto. Baja a la vega entonando la canción del deshielo, vuela sumergida en las gotas sonoras de la evaporación... A veces la percibo escondida en el pestañeo de una mirada que admira un atardecer. Casi siempre aparece suspendida en las cuerdas de tu voz.

   Y vuelve a hacerse notar, sinuosa, en los murmullos del viento tras los enrejados, en el primerizo encuentro de los amantes, en el batir de alas de las mariposas que escapan policromadas del arco iris, la escucho en el tintineo de algunas de ellas, al estamparse contra estómagos de cristal de los recién enamorados. Y en la noche, también la he escuchado en la melodía que entonan los cantos rodados al ser abandonados por el mar, mientras la luna, danza oronda emergiendo de la oscuridad al compás de las mareas.

   La Música interfiere en mi ánimo: me ha hecho reír, cantar, también llorar de emoción. No puedo transmitirle mi  humano sentir, porque ella camina entre dioses, no puedo ni debo tatuarle el corazón. Tampoco pretendo encerrarla en mi particular caja: sólo puedo invitar a los instrumentos por la que ella entra en mi casa. Por eso hoy: un piano preside mi salón, una clave de sol mi jardín, un pentagrama adorna un esbelto y juvenil cuello, un timbal yace arrinconado soñando con el toque de unas manos infantiles, unas partituras esperan en un atril ser interpretadas, un bajo permanece quieto, expectante al ensayo de un Adonis, vigilado atentamente por la mirada celosa de una guitarra eléctrica, mientras una española descansa lánguida en la cúspide de una librería. Unas maracas marcan los ritmos latinos de una pareja enredada, una pandereta tallada en madera evoca cantos de navidades pasadas, una armónica espera el roce de unos labios, un par de castañuelas duermen en un cajón, recordándome que un día las hice repiquetear alegremente, mientras danzaba al estilo tradicional de una villa andaluza repoblada por navarros; una flauta dulce, un beso amargo...
   A veces la música de los sueños se alterna con días en los que tienes que echar una cuerda al pozo del alma para rescatar la alegría, días en los que permaneces en el ángulo muerto, no quieres mirar a los ojos de la gente, porque dan miedo, porque te mienten... Días en los que quisieras gritar Help!!! porque verdaderamente es el final de la cuenta atrás de Europe. Días en los que el reloj se niega a marca las horas, la incertidumbre te hace dar pasos inciertos, la calma es sumisa. Pero entonces ella se percata de tu tristeza y vuelve a abrazarte hasta abrigarte, endurecerte y a la vez enternecerte el alma. Y aquí llega el Sol, que junto a ella te conduce cada martes al compás de unas caderas que te hacen refugiar en una danza y un embrujo nazarí, que según Lara aún conservamos las granadinas en la mirada. O piano, piano: te invita a escuchar sus notas interpretadas por la bella que un día durmió en tu vientre, te anima, en otro momento, con el rock de quien aún se relaja evocando susurros de Enya. Otras veces, sutilmente, te ofrece sus directos en salas que rebosan arte y musicalité.

  Esta es la historia de un platónico amor, porque aunque en ocasiones mis manos han intentado interpretar su lenguaje, en esta etapa vital siempre este logro escapa a mi entendimiento, sólo me queda compartir mi pasión, sentir y dejarme llevar... Aún así este encuentro nunca habitará donde lo hace el olvido, porque sus compases marcarán mi respiro, sus tonos iluminarán la senda de mi destino, sus silencios la inspiración de mis sueños, mis letras se fundirán con sus acordes creando textos musicalizados, sus besos volados dormirán para siempre en mis versos... Será por siempre mi Musa, porque no consigo entender una vida sin la Música, porque ella es la banda sonora que da color a la película de mis días.

                     


domingo, 18 de noviembre de 2012

¿Cómo están ustedes? Bien, pero algo tristes, Miliki.


             Llueve, llueve en Granada. No han parado de caer lágrimas de nubes este fin de semana otoñal, y como todo, si no llega con moderación y a pequeñas dosis, provoca empacho en el ánimo y encharcamiento de agua que ya hasta ni los aljibes tragan. Más que lluvia, han sido trombas las que, con su empeño en inundar nuestros planes, los trastocan y entonces decides quedarte en casa, tras las cortinas de lluvia que caen de los tejados, en lugar de aventurarte a navegar en el río que hoy debe ser la parcheada A92.

            El tiempo en gris invita a la lectura, a la reflexión y al cine, y todo en  este par de días evocaba mis primeros recuerdos. Y la penúltima tarde la pasé con Teresa, mi hijo ensayando en la ribera del pantano Cubillas, Ángel mirando tenis y mi hija al piano, con intervalos que me hacían trasladarme desde la Barcelona de los cincuenta de Marsé, hasta conseguir elevarme a tres metros sobre el cielo y tener la obra de Federico Moccia, justo delante de mis ojos.

-          Léetelo mamá, ¡no lees nunca lo que te digo!... ¿recuerdas que vimos en el cine la peli?

-          No me gusta llevar más de un libro a la vez, no consigo infiltrarme en la trama… (aunque la verdad no sabe que llevo a la par una historia de los Reyes Católicos en la Alhambra, que más que novela es una tesis… uffff) Será el siguiente que lea. ¡Por favor! No insistas tanto.

            Y en la noche, una película española “Vida y color”, consiguió que viese reflejada mi infancia “and seventies experiences” en cada fotograma, y aunque las chicas al leerme no se lo crean, ayer fue la primera vez que vi actuar al guapo Miguel Ángel Silvestre. Y en otra escena, precisamente anoche, en aquel televisor en blanco y negro, de grandes botones que nunca imaginaron ser accionados por control remoto, engullidos por un delgado plasma, contemplé de nuevo a los payasos de la tele y otra vez se apareció dibujada la sonrisa de la inocencia en mi cara.  

            Casualmente ha sido esta mañana, al despertar y encender la radio de manera autómata, como hago cada día, cuando he escuchado la noticia de que Miliki, con su gorra y su nariz de payaso, ha decidido cambiar la carpa de la ilusión y plantarla en el cielo. ¡Oh no, Miliki! Hoy no puedo contestarte ¡¡¡¡¡Bieeeeennn!!!!!! a tu pregunta, ni yo ni todos los niños que reímos con tus ocurrencias y las de tus hermanos en aquellas tardes de sábado en las que tu circo no solamente ofrecía su función para los pequeños de Madrid, sino que, por algún truco que nuestra natural curiosidad no acertaba a interceptar, se colaba también en nuestras casas, no importa la distancia que nos separara de la capital. Miliki, tú no eras un payaso más, eras un artista como la copa de un pino, dentro de una ancestral saga familiar circense que nunca creyó que el dedicarse a la farándula fuese asunto de necios ¡qué poca inteligencia emocional la de aquellos que dividían a los alumnos en filas para encauzar sus profesiones siguiendo la vereda de la supuesta intelectualidad, o la senda, de peor categoría (según ellos), de la formación profesional! ¿Dónde estaba el camino de los que eligen de profesión el ofrecer su don artístico a los demás para endulzar el tedioso sendero de lo legalmente establecido? Afortunadamente tú encontraste aquella bifurcación, la que la mayoría de padres deciden ocultar, parapetados en placas ilustres de licenciados, que podrán mostrar orgullosos en los portales de la apariencia.

            Nunca te dije que eras mi payaso favorito y no lo digo hoy por ser hoy el día de tu despedida, sino porque es pura verdad. Gaby, con su saxo: el payaso elegante; Fofó, con su natural gracia y simpatía, me inspiraba ternura y tú, familiaridad y empatía. Supe vislumbrar desde el principio tu faceta polifacética, aquella que deja tras tu puesta en escena, horas y horas de trabajo aderezadas con chispas de imaginación y de inteligencia. Recibí con alegría la dedicatoria de tu disco “A mis niños de 30 años”, edad que justamente estrenaba cuando el siglo XX tocaba a su fin y que a diez días de mi cumpleaños, me hizo ser madre por segunda vez. Y en casa  sonaron y sonaron tus canciones en fiestas infantiles y también a modo de retentiva de conocimientos de  primaria, que tú conseguías de manera divertida: las mates (las tablas), las medidas, los nombres de los planetas… Mi hijos crecieron escuchándote y valorando tus enseñanzas, porque nunca menosprecié ni tus cualidades artísticas o circenses, ni las que afloraban con los años en mis pequeños… ¡Ay, cabezas de alcornoque aquellos que no quieran ver que todos no podemos ser ni médicos, ni abogados, ni políticos, ni banqueros, ni funcionarios... en este mundo que poco a poco hemos vuelto del revés!

            Miliki, hoy todos los niños, también los de veinte, treinta, cuarenta y demás, estamos más tristes porque no vamos a escuchar de tu boca: ¡¡FE-NO-ME-NAL!!!! Pero también más contentos, porque tenemos menos miedo de vivir algún día a tres metros sobre el cielo. Ya hemos descubierto quienes escriben los sueños y sabemos que el truco de los payasos de la tele era decir adiós un día para, por arte de magia: ¡Había una vez un circo instalado sobre la nube más consistente, esponjosa y blanca que podamos imaginar, dónde la alegría nunca anochece, el sol es el foco más potente que ilumina el escenario y la luna es una sonrisa abierta en cuarto creciente, que alegra siempre el corazón!

            Hoy te doy las gracias. Gracias por hacerme navegar por la vida en una cáscara de nuez, para lejos llevar, gotitas doradas de miel… Porque navegar sin temor en el mar es lo mejor y si viene negra tempestad: ¡reír, y remar y cantar…! Navegar sin temor, en el mar es lo mejor y si el cielo está muy azul: el barquito va contento, por los mares lejanos del sur… ¡Hasta siempre, Miliki!