domingo, 18 de noviembre de 2012

¿Cómo están ustedes? Bien, pero algo tristes, Miliki.


             Llueve, llueve en Granada. No han parado de caer lágrimas de nubes este fin de semana otoñal, y como todo, si no llega con moderación y a pequeñas dosis, provoca empacho en el ánimo y encharcamiento de agua que ya hasta ni los aljibes tragan. Más que lluvia, han sido trombas las que, con su empeño en inundar nuestros planes, los trastocan y entonces decides quedarte en casa, tras las cortinas de lluvia que caen de los tejados, en lugar de aventurarte a navegar en el río que hoy debe ser la parcheada A92.

            El tiempo en gris invita a la lectura, a la reflexión y al cine, y todo en  este par de días evocaba mis primeros recuerdos. Y la penúltima tarde la pasé con Teresa, mi hijo ensayando en la ribera del pantano Cubillas, Ángel mirando tenis y mi hija al piano, con intervalos que me hacían trasladarme desde la Barcelona de los cincuenta de Marsé, hasta conseguir elevarme a tres metros sobre el cielo y tener la obra de Federico Moccia, justo delante de mis ojos.

-          Léetelo mamá, ¡no lees nunca lo que te digo!... ¿recuerdas que vimos en el cine la peli?

-          No me gusta llevar más de un libro a la vez, no consigo infiltrarme en la trama… (aunque la verdad no sabe que llevo a la par una historia de los Reyes Católicos en la Alhambra, que más que novela es una tesis… uffff) Será el siguiente que lea. ¡Por favor! No insistas tanto.

            Y en la noche, una película española “Vida y color”, consiguió que viese reflejada mi infancia “and seventies experiences” en cada fotograma, y aunque las chicas al leerme no se lo crean, ayer fue la primera vez que vi actuar al guapo Miguel Ángel Silvestre. Y en otra escena, precisamente anoche, en aquel televisor en blanco y negro, de grandes botones que nunca imaginaron ser accionados por control remoto, engullidos por un delgado plasma, contemplé de nuevo a los payasos de la tele y otra vez se apareció dibujada la sonrisa de la inocencia en mi cara.  

            Casualmente ha sido esta mañana, al despertar y encender la radio de manera autómata, como hago cada día, cuando he escuchado la noticia de que Miliki, con su gorra y su nariz de payaso, ha decidido cambiar la carpa de la ilusión y plantarla en el cielo. ¡Oh no, Miliki! Hoy no puedo contestarte ¡¡¡¡¡Bieeeeennn!!!!!! a tu pregunta, ni yo ni todos los niños que reímos con tus ocurrencias y las de tus hermanos en aquellas tardes de sábado en las que tu circo no solamente ofrecía su función para los pequeños de Madrid, sino que, por algún truco que nuestra natural curiosidad no acertaba a interceptar, se colaba también en nuestras casas, no importa la distancia que nos separara de la capital. Miliki, tú no eras un payaso más, eras un artista como la copa de un pino, dentro de una ancestral saga familiar circense que nunca creyó que el dedicarse a la farándula fuese asunto de necios ¡qué poca inteligencia emocional la de aquellos que dividían a los alumnos en filas para encauzar sus profesiones siguiendo la vereda de la supuesta intelectualidad, o la senda, de peor categoría (según ellos), de la formación profesional! ¿Dónde estaba el camino de los que eligen de profesión el ofrecer su don artístico a los demás para endulzar el tedioso sendero de lo legalmente establecido? Afortunadamente tú encontraste aquella bifurcación, la que la mayoría de padres deciden ocultar, parapetados en placas ilustres de licenciados, que podrán mostrar orgullosos en los portales de la apariencia.

            Nunca te dije que eras mi payaso favorito y no lo digo hoy por ser hoy el día de tu despedida, sino porque es pura verdad. Gaby, con su saxo: el payaso elegante; Fofó, con su natural gracia y simpatía, me inspiraba ternura y tú, familiaridad y empatía. Supe vislumbrar desde el principio tu faceta polifacética, aquella que deja tras tu puesta en escena, horas y horas de trabajo aderezadas con chispas de imaginación y de inteligencia. Recibí con alegría la dedicatoria de tu disco “A mis niños de 30 años”, edad que justamente estrenaba cuando el siglo XX tocaba a su fin y que a diez días de mi cumpleaños, me hizo ser madre por segunda vez. Y en casa  sonaron y sonaron tus canciones en fiestas infantiles y también a modo de retentiva de conocimientos de  primaria, que tú conseguías de manera divertida: las mates (las tablas), las medidas, los nombres de los planetas… Mi hijos crecieron escuchándote y valorando tus enseñanzas, porque nunca menosprecié ni tus cualidades artísticas o circenses, ni las que afloraban con los años en mis pequeños… ¡Ay, cabezas de alcornoque aquellos que no quieran ver que todos no podemos ser ni médicos, ni abogados, ni políticos, ni banqueros, ni funcionarios... en este mundo que poco a poco hemos vuelto del revés!

            Miliki, hoy todos los niños, también los de veinte, treinta, cuarenta y demás, estamos más tristes porque no vamos a escuchar de tu boca: ¡¡FE-NO-ME-NAL!!!! Pero también más contentos, porque tenemos menos miedo de vivir algún día a tres metros sobre el cielo. Ya hemos descubierto quienes escriben los sueños y sabemos que el truco de los payasos de la tele era decir adiós un día para, por arte de magia: ¡Había una vez un circo instalado sobre la nube más consistente, esponjosa y blanca que podamos imaginar, dónde la alegría nunca anochece, el sol es el foco más potente que ilumina el escenario y la luna es una sonrisa abierta en cuarto creciente, que alegra siempre el corazón!

            Hoy te doy las gracias. Gracias por hacerme navegar por la vida en una cáscara de nuez, para lejos llevar, gotitas doradas de miel… Porque navegar sin temor en el mar es lo mejor y si viene negra tempestad: ¡reír, y remar y cantar…! Navegar sin temor, en el mar es lo mejor y si el cielo está muy azul: el barquito va contento, por los mares lejanos del sur… ¡Hasta siempre, Miliki!

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